El termalismo es tan antiguo como el hombre e incluso lo practican otros animales. En el Parque Nacional Jigokudani, en Japón –una región volcánica-, los macacos siguen disfrutando hoy día de baños termales naturales, sobre todo en invierno, y en muchos lugares del mundo las leyendas locales atribuyen el descubrimiento de fuentes termales y mineromedicinales a animales.
En definitiva, los rastros del termalismo se remontan a los de la humanidad. Civilizaciones urbanas como la del valle del Indo, del tercer milenio antes de nuestra Era, construyeron en sus ciudades baños en los que recreaban las termas y baños naturales, y la palabra sauna hunde sus raíces en tradiciones finlandesas que algunos remontan a nada menos que ocho mil años. En todo el mundo, desde Perú y sus famosísimos Baños del Inca hasta Nueva Zelanda y los baños maoríes de Aroha, los humanos han disfrutado del placer y los beneficios de un baño caliente.
En Galicia, las referencias arqueológicas más antiguas al baño termal se remontan a la época castreña, es decir, a la primera gran cultura constructora del noroeste ibérico. Las pedras fermosas o formosas, como se las conoce en gallego y portugués, hacen referencia a bloques pétreos bellamente labrados que los castreños colocaban en las primeras construcciones termales. Estas grandes y bellas piedras se localizan dentro de castros y citanias formando parte de instalaciones que funcionaban como las modernas saunas.
Por supuesto, los romanos aprovecharon la riqueza balnearia del noroeste, y muchas localidades gallegas llevan todavía hoy los nombres latinos de Caldas, Caldelas o Caldesiños, . El cambio fundamental de la civilización romana respecto de los anteriores baños castreños fue su dimensión pública, pues para los romanos el baño no solo constituía un beneficio personal, con sus propiedades relajantes, terapéuticas o sanitarias, sino que formaba parte la vida social, como el foro o el circo.